A estas alturas del camino, persisten estereotipos sobre el papel que juegan los empresarios respecto a las relaciones pecuniarias. Todos hemos leído notas que refieren a la fortuna de tal o cual oligarca, como si en la cartera llevara tantos billetes que es una suerte que no la reviente. Nos cuentan que aquel otro magnate, el nuevo hombre más rico del mundo, posee tantos millones que cuesta trabajo cifrarlos, ¿son diez o doce ceros?; llegamos a preguntarnos: ¿cómo se escribe un decillón de dólares?; ¿tendrá más monedas de oro la alberca de Rico McPato que la recién nombrada “mujer más acaudalada del planeta”? ¡Qué fantasías más equivocadas!

Así como la publicidad, el marketing y las redes sociales se han encargado de magnificar y reproducir estándares de belleza que atentan contra la salud de nuestros jóvenes, lo mismo ha pasado con la imagen de los empresarios. Y así como las inquietudes de las personas de cualquier edad sucumben ante los íconos del glamour inverosímil, puede llegar a pasar con los hombres y mujeres de negocios, quienes se ven apremiados a cumplir con una imagen que no les corresponde. El despilfarro, la ostentación y el indolente derroche que las canciones, las películas y el Internet exigen para aquellos dedicados a las actividades comerciales e industriales, enturbian la vocación de un empresario serio y comprometido, casi siempre anónimo. Esas actitudes tienen que ver con otro tipo de perfiles, con otro tipo de historias personales. Como escribiera el general Álvaro Obregón a su hijo en aquella célebre carta: no hay peligro más artero para los logros del esfuerzo que caer en la superficialidad. Un buen empresario no tiene dinero; lo que tiene son inversiones, proyectos y, sobre todo, responsabilidades que emanan de su autoridad. El dinero de la empresa es de la empresa.

Como he dicho en otras columnas, para el empresario humanista las finanzas son una herramienta. Su meta es la creación de valor, la protección de su familia y el fortalecimiento de su comunidad, porque solo si los demás prosperan, él puede prosperar. Los empresarios mexicanos más ejemplares resaltan por su calidad humana, siempre atentos a los intereses de sus trabajadores, de sus proveedores y de su país. Organizaciones como la Coparmex nacieron con la misión de encumbrar los valores e ideales de una porción de la sociedad que, consciente de su papel, defiende los intereses más legítimos de aquellos que cultivan los centros donde florece el trabajo. Tras la bandera de la libre empresa, dedican su energía a fortalecer el Estado de derecho, la soberanía nacional y los principios del desarrollo personal, porque estos son los activos de un empresario humanizado.

El humanismo empresarial nutre a México porque la verdadera grandeza no se deposita en cuentas bancarias, sino en la voluntad de servir. Para ellos, cada emprendimiento es una ofrenda de tiempo y esfuerzo –y hasta de su salud– por un bien mayor. Sabemos bien que “mantener las apariencias” es peligroso, tanto para las familias y las instituciones, como para los gobiernos y los sistemas políticos. Un empresario no presume lo que no tiene, ni desperdicia lo que ha ganado: cuida cada centavo porque este representa el trabajo del proyecto colectivo que encabeza. La belleza radica en la virtud, y la de los empresarios no tiene que ver con su dinero, sino con la capacidad para destinar los recursos hacia el bien.